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viernes, 25 de marzo de 2016

Meditación de Semana Santa Por Manuel Ossa



Al Dios de Jesús se lo puede pensar sólo en términos históricos, es decir, como saliendo al encuentro de la comunidad que se constituyó en torno a Jesús. Es un Dios que no puede compararse con el Dios del que comúnmente se habla. Porque cuando se habla de Dios, sea para adorarlo, sea para negarlo, se piensa en un ser inmutable y omnipotente. Y ese Dios no puede ser el de Jesús, porque al de Jesús le acontece morir en y con él.  Y la muerte es la máxima impotencia y mutación. No se lo puede reconocer como “Dios”, porque decir de Dios que se muere, es un escándalo. Y el escándalo se vuelve locura cuando se afirma, - como lo hicieron los primeros de sus seguidores y seguimos haciéndolo nosotros -,  que vive de otra manera, la suya propia a través de la muerte. Es el escándalo y la locura de la cruz de que habla Pablo.

Así de escandaloso y de loco es, pues, el Dios que nos sale también al encuentro a quienes hoy confesamos ser sus seguidores. En la semana santa de este año, los cristianos volvemos a sorprendernos de este nuestro Dios. Pablo, el esclavo de Jesús el Cristo, hablándoles a los Atenienses en el Areópago, le llamó el “dios desconocido”, que es casi lo mismo que decir el “extraño”, el que no calza con nuestro sentido común, el “des-ubicado”, porque literalmente no tiene lugar ni ubicación entre nuestras ideas consabidas sobre la divinidad. Tanto que los Atenienses le volvieron la espalda a Pablo para no los tomaran por locos si seguían escuchándole.

El Dios del que se habla en el relato de Jesús de Nazaret es el Dios que está viniendo, no uno “que está sentado”, inmutable y omnipotente.

1. El Dios de Jesús

El evangelio nos da a entender que Jesús estaba todo el tiempo vuelto hacia Dios, su Padre, y por eso mismo, vuelto hacia el prójimo, sus hermanos, los más pequeños y olvidados. Por eso anunció la llegada de un mundo distinto – el “Reino de Dios” - donde los pobres serían felices. Con ello, se puso en contradicción con las convenciones y leyes de su época – y de todas las épocas – según las cuales los ricos y los poderosos son los que tienen que dar la pauta y dictar las leyes en provecho propio. Se puso en contradicción con el Dios de los ricos. Esa contradicción lo llevó a que lo mataran en la cruz. Al “ajusticiarlo” de acuerdo con sus propias leyes y su propio “Dios”, los poderes del mundo quisieron suprimir y matar al Dios cuyo reinado Jesús anunciaba.

El Dios de Jesús – desconocido y sin ubicación en este mundo de los ricos – aceptó morir con Jesús con la muerte de los condenados de esta tierra: los empobrecidos y aplastados. Abandonado (Mc 15, 34) del mismo Dios cuya venida él anhelaba insistentemente, “se hizo maldición” (Gal 3,13). El Dios de Jesús incorporó así la muerte y el abandono humano a su mismo ser histórico, ése que está viniendo y está llegando, en su Reino. Al incorporar en sí la muerte de los empobrecidos, aplastados y condenados, les devolvió a éstos la dignidad que les es propia y les reveló que su lucha contra los poderes opresores es una resurrección con la que él los aprueba, como aprobó a  su hijo Jesús resucitándolo. Le hace vivir ahora como resucitado en su “cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44), en medio de nosotros y en nosotros, mediante su Espíritu de vida, dándole así nueva vigencia histórica – en nosotros y por nosotros - a su resistencia al mal, hasta que venga a nosotros su Reino.  

2. Una teología de la cruz

Al “resucitar” a un condenado, constituyéndolo como su hijo y nuestro Señor, el Dios Padre aprobaba los hechos y palabras de este condenado, y se  ponía del lado de los excluidos y condenados de la tierra. El “poder” cambiaba así de mano y de carácter en la visión de la comunidad de creyentes, porque cambiaba la idea que el hombre se hacía de Dios. Si Dios se identifica con el condenado, es porque se distancia radicalmente del poder que lo condenaba:
“ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte, lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios, lo que no es para reducir a la nada lo que es”  (1 Cor 2, 27b-28). 

En adelante, para los seguidores de Jesús, Dios no era ni podía seguir siendo el que confirmara o legitimara el poder, la gloria ni el saber de los jefes de ningún pueblo. El Dios de Jesús, al constituirlo como Señor en su cruz, reconocía como suyos los rasgos y gestos de ese hombre que solidarizara sin condiciones con los excluidos y abandonados. En adelante, el no-poder o la debilidad del pobre con el que Jesús se ha identificado hasta la cruz será el lugar de privilegio donde se encuentra a Dios. Si primero no se le reconoce en los excluidos, tampoco se lo va a encontrar en el templo. (Pablo habla de esta inversión de la razón, del poder y de la gloria producida por la cruz en 1 Cor 1, 17-18; 20b-25).

3. Consecuencias en el espacio público

La teología de la cruz no es una teología política que legitime ningún ejercicio de poder social o económico determinado, ni inspire o sirva de programa a un gobierno, ni promueva la toma del poder por parte de ningún grupo social. Pero es el criterio que permite calificar de justo o injusto el poder social, económico o político de cualquier grupo. Desde este punto de vista, la teología de la cruz tiene necesaria e imperativamente una dimensión política, pues la denuncia o la crítica de la injusticia y de la inequidad es parte de la proclamación de la buena nueva de que a Dios se le encuentra en el reconocimiento, el respeto y el amor de los otros, partiendo por los excluidos. “Lo que hicisteis con uno de esos pequeños, conmigo lo hicisteis”, pues yo fui y soy uno de ellos.

A esta función crítica debe agregarse el empeño por buscar el modo de convivencia que más pueda acercarse a un modelo orgánico y participativo de sociedad, pero sin imponerlo bajo ningún concepto religioso.

De todas maneras, la forma de organización y de presencia pública de la comunidad de seguidores de Jesús tendría que emular su anonadamiento (kénosis) y no la mal entendida realeza de Cristo (“mi reino no es de este mundo”), pues la “gloria” del resucitado es la inversa de las glorias y ceremonias de las dinastías que, sin embargo, han sido copiadas históricamente por las iglesias, tanto en sus jerarquías, palacios y pactos con el poder político, como en su arquitectura, liturgia e iconografía. Por esto, cualquier tipo de alianza con los poderes políticos de turno y cualquier tentativa por obtener privilegios sociales para una comunidad de iglesia es contraria a una consecuente teología de la cruz.

4. Hacia una espiritualidad de la cruz

Hay espiritualidades de la cruz que exaltan sin crítica las imágenes de “víctima”, “sacrificio” y “sangre”, se apoyan en dudosas interpretaciones bíblicas, ignorando los contextos culturales e históricos que han dado origen a estas imágenes. Sobre tales teorías religiosas recae hoy la sospecha de favorecer tendencias sádicas o masoquistas. Hay también otras doctrinas que presentan la cruz como antídoto, calmante o consuelo en los padecimientos, dolores o enfermedades que a todos los humanos nos aquejan por nuestra mera condición de seres biológicamente limitados y destinados a la muerte.

De ninguna de las teorías o doctrinas recién nombradas habla Jesús cuando advierte a quien quiera seguirlo que deberá hacerse cargo de su propia cruz. La cruz de los seguidores de Jesús es la que los poderes dominantes erigen contra ellos, a veces con violencia, para liquidar una fidelidad que les molesta en sus intereses. Fue la cruz de Oscar Romero por defender a los pobres de El Salvador; la de Martin Luther King, por su fidelidad sin compromisos con sus hermanos y hermanas de color en tiempos de segregación racial. También fue la de Gandhi, a la manera hindú de seguir a Jesús. Pero, si ellos están entre los más visibles y conocidos, no son los únicos. Podríamos mencionar con sus nombres a cristianos a quienes se les aparta de la docencia y a curas a los que se les denuncia entre nosotros por distanciarse de “doctrinas” eclesiásticas oficiales excluyentes, de las que ni siquiera se admite que puedan ser discutibles.

No se requiere actuar como héroe para ser seguidor de Jesús. La mentalidad dominante tiende a imponernos a todos la ley del mayor provecho personal, caiga quien caiga. Resistirse a esta mentalidad para amar de veras al prójimo es ya activar una espiritualidad del seguimiento de Jesús y acoger la propia cruz. Es arriesgar ventajas personales para comprometerse consecuentemente por la justicia y la equidad, empeñándose en construir con otros una sociedad más humana y que tome en consideración la calidad de sujetos con derecho a labrarse su propio destino de los débiles y excluidos – que lo son sólo porque se les ha privado de esa su dignidad propia. La cruz de Cristo, el Señor, es la protesta divina contra esa privación.

Con Jesús ante los ojos y en el alma, la cruz de sus seguidores no aparece como la acción desalentada e inútil de un Sísifo. Al contrario, se nos alienta a que no desfallezcamos faltos de ánimo, porque tenemos “puestos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, y soportó la cruz sin miedo a la ignominia” (Hebreos, 12,2 y 3). Ese aliento es el de su espíritu, el que fue derramado en Pentecostés. No estamos solos en esta obra que es la de un amor “que mueve al sol y las demás estrellas” (Dante), y pugna por reunirnos a todos como hermanos y hermanas, algún día... Así lo esperó Jesús.


Manuel Ossa
30 de marzo 2015
Articulo publicado en la Revista Pastoral Popular. 

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